Nalgas de oro

Con la luz trasandina del amanecer, vamos leyendo el libro abierto sobre nuestras rodillas, «Para un pueblo fantasma», sus palabras e imágenes pasan sobresaltadas en el movimiento del bus; yo leo y leo, a veces no entiendo nada. Mirando sus piernas canelas, con los ojos cerrados, siento la tibieza de su muslo junto a mi pierna, como un sol que entibia mi mañana. Magdalena, seria, me mira, cuando es hora de volver la página, «Nadie ha muerto aún en esta casa», yo mirando para afuera con los ojos de Jorge Teillier, el paisaje de nieve pasa, solo se mantiene el calor de su muslo, siento su piel, su sangre, sus venas, sus huesos, sus pelitos y se me pone la carne de gallina, de burro, escribiré después en la agenda que me regala. Desde el fondo de la cordillera, me sube un grato calorcito suave desde sus entrañas multicolores, granuladas, junto a un río que avanza, callado tras los vidrios, sigo la huella del ferrocarril trasandino de trocha angosta, que se cambia de orilla por puentes y túneles en el pedregoso cerro. Este mismo tren, hoy muerto o agónico, hace años salió de Buenos Aires con Jorge Negrete hasta la estación Mapocho y sus admiradoras derribaron las grandes estructuras metálicas por ver al ídolo del momento, su potente voz, sus morenos bigotes y su encanto charro. Senderos del sol y la luna, del viento y el silencio, me muestran la corteza terrestre que se desliza al río que hace su ruta junto a los vehículos y trenes fantasmas, como también lo hace el ejército libertador hacia Chile y los perseguidos hacia Argentina. El cielo se afirma en las crestas andinas que se mantienen en nuestras pupilas. Una nube se raja en lo alto contra los músculos de las montañas, que ascienden en la soledad exterior, no veo las palabras en el mes de los zorros, vellones de paja brava creciendo entre piedras negras y tierras rojas, ese calorcito que brota como un sol. Cierro los ojos y me obligo a dormir, hasta desayunar en Uspallata de madrugada. Mis ojos se estrangulan, ya estás con tus ojos de carnero degollado, me dice Magdalena, pasando a nuevas páginas que devora y me hago el muerto, mientras avanza en su lectura, como avanza el bus a su destino, nuestro destino.

«Nalgas de oro», Fernando Sanhueza, pp 38-39.

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