Los hechos nos llevan a un pueblo donde sus habitantes conviven con distintas culturas de migrantes europeos, marcadas por estrafalarios hábitos de vida. Gracias a Rojo Redolés, ingresamos a este lugar perdido en el tiempo y en el espacio, cuyo realismo mágico nos transporta a cada situación narrada y a un abanico de personajes magistralmente labrados. Entre ellos, está Antonio Prokurakis Nicolaides.
Sesenta y nueve mujeres, de entre dieciocho y cuarenta años, vestidas de riguroso luto y con un clavel rojo en las manos, caminaron detrás del féretro que contenía el cuerpo mutilado del Bello Antonio. Eran las viudas no oficiales del muerto, que después de tres semanas de intensa búsqueda, había aparecido en una playita del río, medio comido por las ratas y carcomido por efecto de alguna droga o veneno. Seis negros musculosos, con los torsos untados en aceite de lobo marino, descalzos y sin más vestimentas que un ceñido taparrabo púrpura, transportaban el cajón en los hombros fornidos. Con pasos marciales de soldados turcos, recorrieron los doscientos metros de un sendero de gravilla adornado con rosas blancas. Subieron las treinta gradas de mármol que antecedían al palacio y depositaron la urna en la cureña dorada, junto al fuego de una antorcha eterna.
Extracto «El bello Antonio»
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